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¿A quién le importan las editoriales?

1 Jun

A veces en Facebook y sus mil millones de muros se puede encontrar información interesante y, sobre todo, opiniones valiosas que suscitan debates o intercambios de nivel. Recientemente, Cecilia Espósito, reconocida editora de libros electrónicos, dejó en su muro la pregunta ¿las editoriales importan o no al fin y al cabo? Esta estimuló una serie de comentarios que oscilaron entre el reconocimiento de la importancia del sello editorial para el lector y la convicción de que este no se percataba de quién había publicado los libros que compraba.
Resumiendo muchos de los comentarios, la mayoría de los lectores no se percataría de que la calidad de la edición depende de la editorial que publica el libro, por lo tanto no le darían mucha importancia a quién o quiénes publicaron ese libro que tiene ante sus ojos. Eso significaría que los lectores no tienen la formación ni la experiencia necesaria para apreciar ese dato, el nombre que está detrás de determinada calidad.
Sin embargo, hubo quienes no estuvieron de acuerdo con este punto de vista y plantearon el caso de las editoriales medianas y su público de fieles lectores. En este caso, cabría decir que quizás lo que esté ocurriendo sea lo mismo que pasa con la pequeña librería de barrio, el sello discográfico independiente o el queso artesanal que elaboran en una granja a «20 minutos» de casa: una identificación con los valores que esos proyectos medianos (también pequeños) representan, como independencia, irreverencia, resistencia y alguna otra palabra terminada en el sufijo -encia. Es decir, que la fidelidad no se lograría solo por el aprecio a la calidad de la edición sino también debido al aura del sello editorial. Un sello como Siruela, de gran calidad, tuvo un aura que en parte se perdió cuando el conde la vendió y que Atalanta, su nuevo sello también de calidad, no ha logrado tener del todo. Así que la editorial sí importa, aunque los lectores no sepan por qué.

Los lectores en jaque

17 Ene

En “Las bibliotecas en jaque”, nota publicada por el diario El País (Uruguay) se da cuenta de la notoria disminución de los usuarios de las bibliotecas públicas del país. Según estadísticas del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay, la Biblioteca Nacional habría pasado de recibir 26.179 usuarios en 2009 a recibir 5.940 en los primeros ocho meses de 2012. Asimismo, solo el 18% de los ciudadanos habría asistido a una biblioteca pública el año pasado –la cifra realmente es que 82% de los ciudadanos no frecuentó una biblioteca en 2012–.
A pesar de lo tentador que es caer en el tremendismo y sumarse al corro de los que cantan las peores desgracias de la sociedad, he de decirlo, la nota, como muchas que se publican en la prensa, simplifica y trivializa el problema que aborda. Da la impresión de que la disminución constante de usuarios de las bibliotecas, uruguayas y mundiales –el periodista afirma que “En Europa, el 80% de la población no asiste a estos centros. En Latinoamérica, se estima que solo concurre un tercio de sus habitantes, en su mayoría universitarios.”–, tiene que ver con que estos establecimientos han quedado obsoletos con sus libros en papel y su exigencia implícita de “aquí se viene a leer”. Se supone que las bibliotecas ya no ofrecerían a los “lectores” lo que estos necesitan por lo que tendrían que adaptarse a las demandas actuales del público incorporando más y mejor tecnología. Según esta visión, las bibliotecas, tal como las conocemos, difícilmente pueden hacer frente a la dura competencia de Internet, pues esta, una versión mejorada de la antigua biblioteca de Alejandría, sería la biblioteca de bibliotecas, el repositorio de todo el conocimiento humano al alcance de un clic.    
También se puede presumir, por lo dicho en la nota, que si las bibliotecas emplearan parte de sus magros recursos para instalar más computadoras y, mejor aún, adquirir lectores de libros electrónicos para prestar a sus visitantes, entonces, cabría esperar que los usuarios aumentaran; no es raro que se piense en la tecnología como la solución a todos nuestros problemas.

Solo lo que pueden resolver
Las declaraciones de las autoridades, citadas en la nota, también ponen en evidencia que estas solo se plantean los problemas que pueden resolver. Así, según las autoridades, el problema de las bibliotecas uruguayas radicaría en su falta de recursos, materiales y humanos, lo cual, evidentemente, podría resolverse con un aumento de estos. Está bien, las bibliotecas podrían mejorar su servicio en un sentido amplio: establecimientos más confortables, catálogos más amplios, horario extendido, etc. Pero esta “solución” solapa un problema más importante y más complejo de resolver, la disminución de lectores, que no de usuarios. No solo es que las bibliotecas puede que no estén prestando un buen servicio sino que hay pocos lectores que demanden uno mejor y distinto, ya que son pocas las personas que deciden pasar una tarde del sábado leyendo en una biblioteca, sin importar la calidad del servicio de esta sea. Y es que no son muchos los que disfruten de la lectura recreativa, de la lectura como ocio; los que, a pesar de esgrimir que no leen por falta de tiempo, estén dispuestos a ceder unas horas de televisión, de interacción en las redes sociales, a cambio de unas horas de lectura.

Ocio versus deber
La disminución en la cantidad de usuarios de las bibliotecas públicas en Uruguay –y del resto de los países– seguramente es directamente proporcional a la dificultad que ha habido para estimular el gusto por la lectura entre los ciudadanos, especialmente los más jóvenes. Hasta ahora las campañas de fomento, estímulo y promoción de la lectura se han basado en un mandato moral: leer es bueno, no leer es malo. Pero, ¿por qué es bueno leer y es malo no hacerlo? De acuerdo a la mayoría de los promotores del libro y la lectura, leer es importante para alcanzar un buen desempeño académico, ser culto (rendir homenaje a la herencia cultural) y ser mejor persona. Pocos se atreven a afirmar, quizás no lo compartan, que leer es bueno porque es divertido, es un divertimento que, al igual que otros, no amerita mayor justificación que el disfrute. La lectura está justificada en la medida en que se disfruta y este disfrute es lo único que puede contribuir a que aumenten los usuarios de las bibliotecas públicas; primero se es lector y luego usuario de biblioteca, no al revés.
Y es que la asistencia a las bibliotecas no se puede basar en las necesidades escolares de los usuarios, pues de lo contrario los usuarios –y con razón– migrarán irreversiblemente hacia Internet. Si de encontrar información sucinta y de forma expedita se trata, difícilmente una biblioteca –aunque solo tenga libros electrónicos– pueda competir con la red de redes. Por ello no es casualidad que las bibliotecas universitarias tengan una buena afluencia de usuarios/lectores. Estos asisten a las bibliotecas por una necesidad muy clara, la de encontrar material de estudio. Si no tienen dinero, o la disposición, para comprar el libro que necesitan para estudiar, van a un lugar donde pueden leerlo sin pagar. A propósito de la oposición usuario utilitarista/lector placentero, Juan Domingo Argüelles afirma en “Los usos de la lectura en México”:

El usuario utilitarista de la biblioteca pública es el que más abunda, en contraste con el lector placentero. Pero este usuario es la consecuencia lógica de un sistema que, independientemente de blandos discursos, a lo largo de la historia, ha considerado la adicción, el vicio de la lectura sin otro propósito que el disfrute, como un elemento perturbador, e incluso disociador, que no fortalece el desarrollo disciplinado y sí por el contrario propicia el individualismo.

Es decir, no son realmente las bibliotecas las que se encuentran en jaque sino los lectores y la lectura. Seguimos empeñados en insistir en que lectura y los libros son vitales por sus beneficios académicos y profesionales (económicos)  más que por el goce –imposible de evaluar, ridículo de prescribir– que nos pueden deparar.

Los libros como artículos de primera necesidad

19 Oct

Para muchos resulta obvio que los libros son fundamentales para el desarrollo de cualquier persona, sobre todo para el de los niños. Piensan que ésta es una verdad como que el Sol sale por el Este y se pone por el Oeste al punto de que no debe ser puesta en duda y tampoco amerita ser explicada o defendida, es un dogma.
Según este dogma, los libros producen el mismo efecto balsámico que el agua y que nos ayudan a mantenernos saludables de la misma manera que el consumir vegetales. Si bien, por una parte, se trata de una visión positiva y reconfortante de los libros, por otra, termina siendo una mirada estereotipada e intolerante que pretende obviar una parte de la realidad. Esa realidad que nos dice día a día que las personas que no leen también pueden llevar una vida normal y que no sólo aquellas que leen pueden ser calificadas de buenas, inteligentes o felices sino que aquellos que no leen –y que tal parece son mayoría– también pueden ser buenos, inteligentes y hasta felices. Como dice la canción nadie se muere de amor, pero mucho menos se muere por no leer. Si la vida no depende del amor, por qué va a depender de los libros. Y qué alivio porque con este estilo de vida acelerado que casi todos llevamos –y que no nos deja mucho tiempo para leer– es bueno saber que el dejar de leer un libro no se suma a las causas de nuestros males.
La falta de libros y de lectura no contribuye necesariamente a aumentar nuestros males, mas su abundancia tampoco neutraliza del todo los problemas que nos aquejan. La historia ha demostrado que lamentablemente los libros no son un antídoto efectivo para enfermedades como el odio y la intolerancia. Episodios como el ocurrido el 10 de mayo de 1933 en la plaza Bebel de Berlín cuando los nazis quemaron libros de Heinrich Heine, Thomas Mann, Karl Marx y Sigmund Freud por considerarlos peligrosos o el que acaeció cincuenta y cuatro años más tarde, durante la dictadura de Augusto Pinochet, cuando se quemaron miles de ejemplares de Las aventuras de Miguel Littín clandestino en Chile prueban que leer, mucho o poco, no es el camino seguro a la salvación de nadie. Como se ha repetido hasta el cansancio, el pueblo alemán era considerado el vivo ejemplo de lo mejor de la cultura europea para el momento en que los nazis, con Hitler a la cabeza, llegaron al poder. Por su parte, el pueblo chileno con poetas como Gabriela Mistral y Pablo Neruda no podría ser considerado como un pueblo inculto que estuviese enemistado con los libros.
Estos trágicos episodios de la historia universal de la destrucción de libros también prueban que las personas, para bien y para mal, esperan demasiado de los libros, los consideran –y aun es así– objetos mágicos o sagrados capaces de beneficiar o perjudicar de múltiples maneras a aquellos que entran en contacto con ellos. Así, un católico practicante no se atrevería a tener en su biblioteca una edición del Manifiesto Comunista o un comunista una de la Biblia por temer a sus efluvios. Sucede lo mismo o incluso con mayor intensidad con aquellos que al no ser destinados o clasificados como libros para niños y jóvenes no pueden o no deben ser leídos por estos pues se corre el riesgo de que los jóvenes lectores sean “dañados” por estos libros inapropiados.
Esta visión, que puede considerarse beneficiosa para los libros y para los que se dedican a crearlos –autores y editores– porque les confiere un gran poder y una influencia sobre las personas y la realidad, no deja de ser ingenua y poco conveniente para los libros y su promoción. Sin ir muy lejos, simplemente pensar que los libros son artículos de primera necesidad –como la comida, las medicinas o los servicios públicos– cuyo uso y función no necesita ser ni explicado ni promocionado es tan peligroso como considerarlos una varita o una pócima mágica. Cuando se asume esta postura se piensa que los lectores están en la obligación o necesidad de recurrir a los libros, que los buscarán sedientos de aquello que sólo los libros pueden ofrecer, descuidándose el trabajo de reunir a los libros y a sus potenciales –pero nada seguros– lectores. Se confía en que editar un libro –sólo por pensar en los editores– es suficiente, que dada la proeza que ello significa los lectores, agradecidos, deberán interesarse por la obra publicada sin plantearse que el libro debe ser de calidad para que alguien se interese por él.
La verdad es que los libros no son indispensables para la vida, como lo son el agua y el oxígeno, pero sí ayudan a que ésta sea un poco mejor de lo que es. De todas maneras, quisiera otorgarle el beneficio de la duda a Jostein Gaarder cuando afirma que “resulta claro que los niños en etapa de crecimiento seguirán deseando tener libros y sintiendo necesidad de ellos. Incluso es posible predecir que en los tiempos venideros la necesidad del niño por los libros será mayor que nunca”, pero el que los niños necesiten libros no significa que no haya que esforzarse para que esa necesidad se transforme en una acción, la de leer. El acto de leer busca satisfacer una serie de necesidades que también pueden ser satisfechas por otras acciones, si la lectura no se encuentra disponible. A este respeto los editores tenemos la obligación de hacer mejores libros, libros que sean necesarios no porque resulten ser, por ejemplo, una incomparable herramienta para la alfabetización sino por muchas otras razones.

Los libros como productos de entretenimiento

19 Oct
Foto: eyestalk

Si pensamos que los libros para niños son parte de la gran oferta de productos que lanza al mercado todos los años la industria del entretenimiento en el mundo, estamos en la obligación de aceptar que el libro debe competir con los videojuegos, los DVD’s, los productos I (ai): Ipod, Iphone, Internet y su versión 2.0: emails, chats, blogs, wikis, redes sociales y cualquier otra cantidad de artículos, en su mayoría, electrónicos o de tecnología de punta. Lo cual en principio no es un problema, pues todos los llamados bienes culturales: presentaciones teatrales, conciertos, exposiciones, películas, foros y pare usted de contar, al igual que los libros, compiten entre sí por la preferencia del público, produciéndose la conocida ecuación público limitado, oferta ilimitada. El problema está en cuando se pretende que los libros compitan dentro de la categoría Entretenimiento ya que esto significa que los libros –al igual que las editoriales y los editores– deben jugar según las reglas que esta categoría impone. Así, un buen día un texto deja de ser de calidad, digno de ser publicado y carece –por supuesto– de atractivo comercial debido a que no está concebido para que su trama se desarrolle a lo largo de varios volúmenes –siete sería un buen número–, su protagonista y personajes principales no son niños o adolescentes con los que se puedan identificar de inmediato los jóvenes lectores y –que el cielo no lo permita– no ofrece la posibilidad de vender derechos subsidarios ya no sólo para la filmación de la película sino para que se desarrolle, a partir de su trama o personajes, una mercadería rica y variopinta compuesta por gorras, franelas, llaveros, álbumes de barajitas, joyería y demás accesorios. Uno de los objetivos que deben cumplir todos los libros que se pretenden que sean productos para entretener es que generen una serie de negocios u oportunidades de negocio, satisfaciendo cabalmente las exigencias de la categoría a la que pertenecen.
Igualmente, el libro comienza a ser evaluado en términos de interactividad y, seguramente, de conectividad con otros accesorios. Si el reproductor de mp4 o el teléfono celular puede conectarse con la consola de videojuegos permitiéndole al usuario descargar o cargar la banda sonora de su videojuego preferido, ¿qué es lo que puede hacer de entretenido un texto que viene en un formato anticuado como el del libro y que al ser del todo analógico no permite conectarse con otros dispositivos o gadgets? Además –como si fuera poco– el libro como es un producto de entretenimiento, debe, por lo tanto, “entretener” al niño o joven. Es decir, debe mantenerlo a raya, ocupado por un largo rato para que los padres tengan oportunidad de descansar, leer la prensa o dedicarse a menesteres de adultos. Pues tal parece que la idea de entretenimiento que se ha ido desarrollando en nuestra sociedad en los últimos años apunta a que el entretenerse –por lo menos entre niños y jóvenes– tiene como fin último alcanzar una suerte de trance o estado catatónico. Quizás tratando de imaginar adónde puede llevarnos esta tendencia, M. T. Anderson relata en su novela Gravedad cero cómo en el futuro todos los humanos –que tengan el dinero suficiente– podrán tener implantado en su cerebro un microprocesador que les permitirá estar conectados a Internet –tal vez en su versión 3.0– y así podrán descargar archivos de cualquier formato y recibir información de todo tipo, especialmente sobre nuevos productos y ofertas disponibles. Incluso, para que no se diga que todo es dinero, se podrán compartir las experiencias y recuerdos enviándolos como archivo adjunto a los familiares y amigos para que estos puedan vivir lo mismo que el remitente. Aunque poco agradable, esta interpretación de nuestro futuro como completamente consumista y entregado al entretenimiento desenfrenado no es para nada descabellada e infundada. Como dice Jostein Gaarder la nuestra es una “civilización postmoderna, globalizada y basada en redes cuyos habitantes son prácticamente inducidos al entretenimiento de fácil acceso y donde la cultura, en gran medida, se ha convertido en un artículo de consumo internacional”. Después de todo no sólo los libros son tratados como “artículos de consumo”, también lo son las otras manifestaciones de nuestra cultura.
Independiente de adónde lleguemos como sociedad los libros no son productos para el entretenimiento, por lo menos no de ese entretenimiento que nos deja más vacíos que llenos.

Entrevista a Jaime Vargasluna*

8 Nov
Jaime Vargasluna es un editor peruano que estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y, posteriormente, realizó estudios de Pedagogía Waldorf y de Gestión Cultural.
Se ha desempeñado como profesor de Castellano y Literatura en el Colegio Alternativo Parcival de Lima. Ha sido Jefe del Área de Publicaciones del Museo de Arte del Centro Cultural de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Actualmente es editor de Sarita Cartonera, proyecto solidario de difusión literaria, y de la editorial [sic] libros, la cual fundó recientemente. Asimismo, forma parte del equipo de coordinación del proyecto de interpretación de lectura para escolares «Libros, un modelo para armar».
Ha publicado, en coautoría con Kristel Best Urday, la investigación testimonial «¿Qué final feliz hay?…no tendría sentido un final feliz», en el libro ¿Dónde están nuestros héroes y heroínas? Lima, SUR Casa de Estudios sobre el Socialismo, 2005. Y, además de artículos, crónicas y reseñas en diversas revistas del medio, mantuvo una columna semanal de Crítica de Arte, en el diario La Primera, de Lima.
Leroy Gutiérrez: ¿Qué se requiere para elaborar un libro? ¿Para editarlo?
Jaime Vargasluna: Se necesita, en primer lugar, tener un manuscrito que valga la pena ser editado. Después, un buen corrector de estilo, un buen diseñador, un buen diagramador, a alguien preocupado porque la calidad buscada sea la que produzca la imprenta, a alguien que busque a la prensa, que encuentre los mejores canales de distribución y las mejores estrategias de marketing. Todas esas tareas son imprescindibles, aunque muchas veces todas, o casi, son ejecutadas por una sola persona. En cualquier caso (ya sea que el editor lo haga todo o que exista un equipo grande y bien organizado) es necesario tener fe en el libro: en que es bueno, en que se va a vender, en que su publicación
es necesaria. En resumen, se necesitan ganas, paciencia y esfuerzo.
LG: ¿Cuál es la principal cualidad que debe tener un editor o alguien que comercie con libros?
JV: Tiene que ser un gran lector, apasionado y bien informado. De lo contrario no sabrá ni lo que edita ni lo que vende.

LG: ¿Qué es un manuscrito de buena calidad?
JV: La respuesta es muy subjetiva. Para muchos editores, el Ulises de Joyce no era un manuscrito de buena calidad. Sin embargo, creo que el requisito básico de cualquier manuscrito es la claridad de ideas (esto es válido para manuscritos literarios o no, aun en un texto literario sumamente oscuro es necesaria una poética, un aparato teórico que lo soporte, y que algún hermeneuta, alguna vez, deberá poder interpretar satisfactoriamente). Si el autor no es capaz de poner en el texto lo que sea que crea que su texto dice, ese es un mal manuscrito.

LG:¿Qué es un libro bueno?
JV: Un libro que añade algo significativo a nuestra manera de relacionarnos con el mundo, ya sea porque nos inquieta o porque nos descubre algo que siempre estuvo allí y nunca vimos.

LG: ¿Cómo se puede conciliar la cultura y la calidad con los negocios y las ganancias?
JV: En gran medida, el divorcio que existe entre las actividades culturales de alta calidad y los negocios rentables, pasa por la falta de visión empresarial de quienes nos dedicamos a las actividades culturales. No estamos siendo capaces de aplicar estrategias exitosas en nuestras áreas de trabajo: el impulso a la creación de mercados consumidores, el mejoramiento de las estrategias de marketing, etc. Si alguien consigue hacer un negocio exitoso con productos culturales de alta calidad, no será porque sus productos son culturales o de alta calidad, será porque supo hacer de ello un buen negocio.

LG: ¿Qué necesita el libro como producto para competir con los artículos elaborados por medio de las nuevas tecnologías de la información?
JV: En principio, un libro también puede ser, hoy, elaborado a través de las nuevas tecnologías de información. Un libro digital, por ser digital, no es menos libro. Basándonos en ello, me parece que los dos soportes se complementan. Y la ventaja del libro impreso sobre el digital se vincula, básicamente, a la cultura de posesión, del fetiche. Por lo tanto, fetichizando aún más al libro, éste puede mantenerse sólido como producto.

LG: ¿De qué manera ha influido al mundo editorial la aparición de la impresión digital?
JV: Creo que la impresión digital está contribuyendo, y lo hará aún más en los próximos años, a la diversificación y especialización de las necesidades de consumo editorial. Los editores pueden arriesgarse a publicar empleando la impresión digital libros cuya edición en offset comportaría mayores riesgos económicos, lo cual, a su vez, generará posiblemente una mayor especialización del mercado.

LG: ¿Tienen futuro las ediciones por demanda?
JV: Uno nunca sabe qué dirección tomarán los desarrollos tecnológicos, pero cabe suponer que sí.

LG: ¿Eventualmente las editoriales serán virtuales?
JV: Creo que el miedo a la desaparición del libro impreso, que surgió con el primer boom del Internet, ya pasó. Lo que hemos visto en los últimos años es el desarrollo de la convivencia entre ambos soportes. Pienso que, con el tiempo, existirán muchas editoriales virtuales, y muchas otras mixtas, sin que eso signifique que las que se dedican exclusivamente a los libros impresos deban transformarse o desaparecer.

LG: ¿Por qué se lee si se puede ver televisión?
JV: Puede hacerse también la pregunta inversa. La televisión y los libros no son excluyentes, y eso queda demostrado con éxitos editoriales como Harry Potter o El código da Vinci, cuyas versiones cinematográficas no han reducido las ventas de los libros, al contrario, las han multiplicado. La imagen impacta, el lenguaje verbal sugiere. Que convivan.

LG: ¿Cómo se captan nuevos lectores?
JV: Desacralizando la lectura. En la actualidad el libro se ha convertido en objeto de culto, sagrado. Por tanto, o poco interesante o inalcanzable. Si lo que nos interesa es que la gente lea, pues no condenemos la lectura ¿o acaso leer periódicos deportivos, tiras cómicas, o letras de canciones cursis, no es leer? Sólo si las personas integran la lectura a su vida diaria, podrán convertirse en lectores interesados. Y de leer periódicos deportivos a disfrutar a Joyce hay, honestamente, solo un paso: el del hábito.

LG: ¿De qué manera puede competir un libro para niños con los juegos de videos?
JV: Me parece que un libro para niños no debería competir con los juegos de videos, del mismo modo que un paseo en bicicleta no debería competir con un paseo en auto. Como dije un poco antes, la imagen impacta y el lenguaje verbal sugiere. La tarea de los adultos es hacer notar a los niños lo placentero de la sugerencia verbal, del uso libre de la imaginación. Al respecto, creo que lo peor que puede hacerse es buscar que los libros se parezcan a los juegos de video, en ese caso sí hay competencia, y el imitador tiene las de perder.

LG: ¿Qué es lo más difícil en la elaboración de un libro?
JV: Armonizar el conjunto. Conseguir que, visualmente, el libro sugiera lo que su contenido dice.

LG: ¿Cuál es la principal dificultad para vender libros?
JV: La frecuencia de compra. Si uno descubre un paquete de fideos nuevo en un supermercado, decide comprarlo para probar, y le gusta, lo más probable es que cuando vuelva al supermercado repita la compra. Eso no sucede con los libros. Por eso son tan importantes las líneas editoriales, los catálogos. Un comprador de libros tiene autores preferidos y editoriales preferidas, cuyos títulos nuevos puede correr a comprar, pero difícilmente corre a comprar la reimpresión de un libro que ya tiene en casa, por mucho que lo haya disfrutado.

LG: ¿Por qué no se lee más?
JV: Porque existe una oferta de consumo altamente diversificada. Hace trescientos años, cuando no existía luz eléctrica ni teléfono ni turismo, existía una oferta de actividades más reducida. Aunque quizás entonces los problemas fuesen otros: altos índices de analfabetismo, escasez de bibliotecas públicas, librerías y editoras, etc. Hay que tener en cuenta que en ninguna época se hicieron tantos libros, revistas y otros productos legibles como ahora, por lo que, quizás, nunca las sociedades han leído tanto como en la actualidad.
Pero tampoco hay que dejar de lado que la lectura exige participación activa, en tanto que otras formas de entretenimiento o aprendizaje (exclusivamente visuales o auditivas) pueden desarrollarse con mayor facilidad paralelamente a otras actividades (hacer footing mientras se escucha una conferencia en el discman, por ejemplo). Es un hábito difícil de sostener, pero es nuestra tarea impulsarlo.

LG: ¿Por qué si cada vez hay menos lectores el mercado del libro sigue creciendo?
JV: Es la ley natural del consumismo. Por un lado, las editoriales necesitan diversificar al máximo su oferta para poder ofrecer al lector el libro preciso que no sabía que andaba buscando. Por el otro, los lectores, para asumir su rol como tales en el mercado, necesitan comprar libros, la mayor cantidad posible de libros. Muchas veces, bastante más libros de los que van a leer. Soportando con ello, en alguna medida, el vacío que va dejando la disminución de lectores.

LG: ¿Hay suficientes lectores?
JV: Considero que no hay suficientes lectores en ninguna parte. Creo que el nivel de la piratería de libros en América Latina nos aclara que hay más lectores de los que creemos, o de los que nuestras cifras oficiales dicen, pero nunca serán suficientes.

LG: ¿Son caros los libros? ¿No pueden ser más baratos?
JV: Un producto del mercado siempre es caro o barato en relación a otro. ¿En relación a qué son caros o baratos los libros? ¿En relación a una botella de cerveza, a una entrada al cine, a una reproducción pictórica, a una camioneta del año? Si pensáramos en cuánta gente lee un mismo ejemplar de un libro, cuántas veces y a lo largo de cuánto tiempo, y lo comparásemos con la cantidad de gente que paga una entrada al cine varias veces a lo largo de los años, el resultado sería que, probablemente, el libro resulta siendo muy barato. Sin embargo, claro que los libros podrían y deberían (porque en la actualidad hay mucha mayor oferta que demanda) venderse a menores precios: si las librerías cobrasen comisiones más bajas, si las aduanas no pusieran impuestos tan altos a la importación, si se redujese el impuesto al papel, si los editores no fueran tan poco arriesgados, y si se realizaran tirajes más grandes. Si en lugar de tirar mil o tres mil ejemplares, una editorial tirase cincuenta mil, el libro podría costar la mitad o la tercera parte de su precio actual, pero para ello la editorial tendría que estar segura de que podría vender buena parte de su tiraje, lo cual es, hoy, bastante complicado.

LG: ¿En qué radica la importancia de la industria del libro para un país?
JV: El libro, como el cine, la televisión, la música, la prensa, etc., contribuye a la formación de mentalidades. Por lo que un país que no posee industrias culturales desarrolladas no influye significativamente sobre la formación de las mentalidades de sus ciudadanos. Ahora bien, esta influencia no debe ser impuesta por planes estatales. Las industrias responden a intereses individuales y colectivos pero siempre privados, por lo que el rol del estado no debe pasar de ser un impulsor del crecimiento plural de la industria editorial, como de cualquier otra.
Ahora bien, el desarrollo de una industria editorial en un país, no solo significa el incremento del consumo, también implica el aumento y mejora de la producción, así como de las facilidades de acceso a los libros, etc., todo lo cual redunda en el incremento de los niveles de lectoría y, si las políticas de fomento no están sesgadas ni son restrictivas con cierta clase de editores, importadores, libreros, autores, etc., entonces se conseguirá una sociedad más crítica y plural.

LG: ¿Qué pasaría si se dejaran de editar libros?
JV: Pues no creo que suceda nunca, pero si así fuera, nos las arreglaríamos para seguir escribiéndolos y leyéndolos. La lectura es una indestructible necesidad humana.

LG: ¿Qué debe saber un editor?
JV: Debe ser un lector agudo, crítico. Y debe saber que la tarea de editar, además de difícil es muy seria, porque del editor depende lo que, quizás, generaciones enteras vayan a leer o quedarse sin leer.

*Nota: Ésta es la segunda de una serie de entrevistas que espero poder realizarle a distintos editores, venezolanos y latinoamericanos. Es importante mencionar que a Jaime lo conozco gracias a este blog y que tendré la oportunidad de conocerlo personalmente en la Feria Internacional del Libro de Caracas que comenzará el 9 de noviembre.